La sombra del púgil






"La sombra del púgil" narra tres obsesiones: un boxeador que desea volver a enfrentar al único adversario que logró vencerlo; un amor imborrable y al límite de lo prohibido; tres hijos que intentan conocer más a su padre. De fondo, los años setenta. En primer plano, una familia y dos tías solteras (inseparables rivales, como los púgiles) que atesoran un fabuloso reloj, testigo no tan mudo de los hechos. Berti ha escrito una fascinante novela que se inscribe en la prestigiosa tradición que une a Henry James, Faulkner y Onetti.






SOBRE LA SOMBRA DEL PÚGIL

Historia de un reloj

Por Juan David Correa Ulloa

(Publicado en “El espectador” de Colombia, junio de 2008)




Más allá de su especificidad, lo que importa, en verdad, es la carga emocional y simbólica de quienes lo conservan o lo desean. En este caso, la historia de un reloj es el motivo por el cual tres hermanos, en voz plural, han decidido contarnos la vida de su familia.

“La sombra del púgil”, de Eduardo Berti (La Otra Orilla, 2008), recoge la vida de dos tías solteronas, de un padre empleado e inventor de historias, de una madre rebelde pero juiciosa ama de casa y de un boxeador que perdió, con los años, la gracia del ring, durante los años setenta en Argentina.
Lo interesante es que no se trata de una novela más sobre el fracaso de un ídolo deportivo, ni de una manera de construir metáforas desde el deporte para aplicárselas a la vida. No. La novela es una muestra de destreza narrativa. Berti, quien ya había demostrado su talento en “Todos los Funes” (finalista del Premio Herralde de Novela 2004) o con “Los pájaros” (un libro de cuentos memorable), ha sabido escribir una historia un tanto extraña que recuerda por momentos la escritura del Cortázar cuentista o del Onetti novelista.

Con esto quiero decir que a partir de un estilo casi oral, con comas que llevan a más comas y digresiones que recuerdan a los dos escritores mencionados, Berti nos convierte en testigos del mundo interior de una familia de clase media cuyos conflictos son banales y cotidianos, pero que, con el discurrir del relato, configuran un universo en el que, poco a poco, comprendemos que lo que se va evidenciando es la verdadera vida.

Por ello, quien comience esta novela se sentará en la sala de las solteronas Hernández y las verá discutir por años hasta quedarse en el silencio tenso de las relaciones que se estropean por los secretos familiares. Verá a los tres narradores contemplar alelados un viejo reloj en forma de catedral que es símbolo de la familia. Verá al padre sentarse noche tras noche para contar la historia del relojero, que en el pasado fue boxeador, y verá a una madre que decide cómo y hasta dónde se cuenta la historia del boxeador o de sus hermanas.

Y los verá como muchos asistimos a la sala de nuestra casa en donde todos hablan al tiempo, en donde se atropellan las conversaciones, o a partir de un comentario cualquiera se disparan los recuerdos. Y hasta allí sentirá que el norte no está claro, que las tías Aurelia y Berta pelean por algo que no nos han revelado, que la madre de los narradores se fue de casa sin que sepamos muy bien por qué, y que Justino, un viejo púgil hijo de un relojero, no tiene mucha razón de ser en el relato pues apenas ha aparecido un par de veces para intentar arreglar el reloj (que sí, que guarda todos los secretos del mundo); ese reloj que los mira a todos como testigo mudo y que nosotros, como lectores, no terminamos de encajar en la historia.

Así, dando pasos de ciego, avanzando a tientas con los personajes, de repente Berti descorre las cortinas y cada pieza suelta, cada piñón, cada segundo y minuto de la vida de esta familia, encuentra lugar en este mecanismo que suponíamos averiado, detenido, sin tiempo. Y conocemos de primera mano una turbia historia de amor, un combate aplazado, y sentimos que este es uno de esos encuentros que los lectores siempre merecemos.


La sombra del púgil


 Por Lluis Satorras

Publicado en Babelia (El País, España). Sábado 22 de noviembre de 2008


El argentino Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) presenta su cuarta novela, realmente estupenda, en la que resaltan sus temas predilectos. De una sencilla anéctoda brota la compleja narración: un boxeador de trayectoria mediocre vence en su último combate a quién sería después un campeón indiscutible, el cual herido en su orgullo, le persigue, años despúes, para que le conceda la revancha. Mediante un muy hábil y original mecanismo narrativo, Berti presenta una Buenos Aires recóndita y espectral y un dibujo cuidadoso y agudo de las relaciones familiares. El narrador es plural. Son tres hermanos, todos varones que se llevan pocos años, sólo individualizados en determinadas ocasiones para producirse enseguida el reagrupamiento general, que hablan desde el presente, cuando ya son adultos, y exploran el pasado del que tienen un conocimiento imperfecto o incluso radicalmente equivocado. El material principal son los copiosos relatos del padre, positivamente ciertos pero también adornados de fantasía y completados por los posteriores comentarios de la madre. Largas y razonadas explicaciones, sucesivas sedimentaciones llegadas en perpetua confusión temporal van conformando un edificio precario pero consistente. Sucesos y más sucesos llenos de simetrías y contrastes, de sorprendentes paralelismos y de divertidas casualidades alientan en los oyentes la necesidad de seguir escuchando y de llegar a conocer el final de la historila. Por eso, los hermanos, primeros oyentes fascinados, se ponen “a investigar y a completar los resquicios” para conocer y adivinar el mundo brusco y masculino del boxeo y el universo cerrado de sus tías solteronas tan cortazarianas y, finalmente, reescribir parte de la historia. Así, el lector llega a saber, y Berti convierte este material en una buena manera de explicarnos cómo construye el novelista sus edificios narrativos, y es ya, entonces, otra cosa con gestos e imágenes y detalles prodigiosos que en la vida real no pueden ser advertidos a simple vista. Sí en la literatura. Y resulta verdaderamente admirable.




El oscilante poder de los símbolos

Por Soledad Quereilhac

(Comentario publicado en junio de 2008 en ADN Cultura, diario La Nación, Buenos Aires, Argentina)


"Toda familia, cuando acaba de dispersarse, conserva un símbolo que siempre, en adelante, evocará para sus miembros la noción de hogar." Con este epígrafe de la escritora británica Rumer Godden comienza la nueva novela de Eduardo Berti, La sombra del púgil , y puede decirse que en este caso la cita funciona, efectivamente, como sintética y eficaz clave de lectura. Porque en esta novela situada en Buenos Aires, que reconstruye una historia familiar vista desde los recuerdos de tres hijos varones, hay, al menos, dos símbolos que condensan esa mezcla irrepetible de asombro, afecto y entendimiento a medias que caracteriza las vivencias de la infancia: un reloj antiguo con forma de catedral, propiedad de dos tías solteronas, y la figura de un mítico boxeador, escondida en el pasado del cerrajero, a la sazón también relojero, del barrio. Objetos y figuras del pasado que, con el correr del tiempo, se despegan del resto del escenario caduco y cobran la fuerza de símbolos en donde las líneas de la percepción, las relaciones filiales y los relatos orales se intersecan con particular sentido. Gracias a la presencia de esos dos símbolos, La sombra del púgil hace transitar su historia por un doble carril: el que recupera la mirada infantil, aquella que se fascinaba con el boxeador-superhéroe del barrio o que, en cada visita a las tías, sospechaba que el arrítmico reloj era una "criatura viva"; y el que sigue el surgimiento de la mirada adulta, aquella que repone el costado sórdido del otrora púgil, o que finalmente descubre ese "factor terrenal y no tan arbitrario" que debía poner a andar el reloj, "un factor que entonces se nos escapaba."

Traductor, guionista y periodista cultural, Eduardo Berti es autor de los libros de cuentos Los pájaros (1994) y La vida imposible (2002), así como de las novelas Agua (1997), La mujer de Wakefield (1999) y Todos los Funes (2004), esta última finalista del Premio Herralde. Su cuarta novela es, en varios sentidos, diferente de su producción anterior, ya que es la primera que se sitúa en Buenos Aires, en un tiempo relativamente cercano, y que está narrada por una curiosa voz en primera persona del plural, cuyo pacto con el lector es más íntimo, y su tono, ciertamente coloquial. Con todo, la continuidad con sus libros anteriores está presente en la reaparición del recurso de la rescritura como atizador de la ficción: así como en La mujer de Wakefield, Berti retomaba elementos apenas insinuados en el célebre relato de Nathaniel Hawthorne, y en Todos los Funes jugaba con el conjunto de personajes literarios de apellido homónimo, en La sombra del púgil esa rescritura ya no dialoga con la tradición libresca, sino que es lo que parece hacer avanzar, tanto a nivel de la historia como del funcionamiento discursivo de esa familia, las diferentes versiones de los hechos, que se van completando o contradiciendo a medida que se suman años y secretos develados.

Así, la historia de Justino, el púgil del título, que el padre va narrando noche a noche en la sobremesa con arrebatos algo fantasiosos (para deleite de sus hijos), se retoma más tarde con la información aportada por la madre, por los hijos ya adultos y, sobre todo, por la irrupción de jugosas cartas de amor. Esta historia se ensambla también con las súbitas resucitaciones del "reloj catedral", detrás de las cuales vela, efectivamente, la sombra del púgil, devenido relojero.

Entre los aciertos de esta trama familiar que sabe aprovechar el oscilante poder evocador de los símbolos cuando ellos pertenecen al pasado, está sin duda la original construcción de la voz narradora, una especie de colectivo interpersonal que al decir "nosotros" produce más extrañamiento que tranquilidad. Porque ese plural, que remite a los tres hermanos varones a la vez, parece ser en realidad, por momentos, una voz singular móvil, adjudicable a uno de los hermanos por su modo de referirse a los otros dos; pero en otras ocasiones, esa voz parece pertenecer a un punto de vista en tercera persona, cercano en las vivencias aunque distante en su mirada de conjunto. Por último, esa voz también remite a una enunciación generacional, aunque no en términos extendidos socialmente, sino acotada a la generación de los hijos en ese escalafón familiar particular. En todo caso, el efecto mayor de ese colectivo es el de reforzar la relación de pertenencia de estas voces con la familia de la infancia, una relación que ya no existe en la adultez sino bajo la forma de la nostalgia.

El tiempo histórico también ingresa en la novela, aunque en las formas en que este suele dejar sus marcas cuando la percepción es la de un niño amparado en el seno de su familia: los años de la dictadura, atisbados en algunas incómodas anécdotas con el padre; o el aún vigente estrellato mediático del boxeo, acaso su última marca posible en una memoria infantil, ya que la generación siguiente solo podrá jactarse de la fascinación por Titanes en el Ring . Todo este universo novelístico se va tejiendo gracias a otra afortunada elección formal: la de un registro coloquial efectivo por su artificialidad, por su articulación de lo aprendido en literaturas rioplatenses anteriores con una búsqueda estrictamente literaria de distanciar el lenguaje de sus usos más frecuentes y hacerlo hablar un estilo nuevo.

La sombra del púgil es, en este sentido, de esas pocas novelas que, tras la fluidez de su trama, tras el efecto adictivo de lectura que despierta ese micro-mundo de tías, relojes y boxeo, permite detectar un trabajo consciente con las formas, una relación no inocente con la literatura.